Mis abarcas

Yo nací con unas abarcas puestas, los médicos se quedaron impresionados ante tal fenómeno, pero tras largas horas de estudio y discusiones acaloradas, decidieron no comentar mi caso más allá de las paredes del quirófano. Valoraron que lo ahí acontecido no era tan ilógico, al fin y al cabo, había nacido una menorquina.
Mis abarcas eran de un color beige tirando a verdoso con suela de neumático. Los pespuntes apenas se veían.
Cuando comencé a dar mis primeros pasos, mi abarca derecha no conseguía despegarse del suelo, así que la izquierda no tenía más remedio que pivotar en torno a la abarca derecha. Así me pasé un par de meses, dando vueltas sobre mi misma, sin moverme un milímetro del sitio. Supongo que era el preludio de lo que más adelante iba a ser una constante en mi vida: Dar mil vueltas a las cosas para acabar siempre en el punto de partida.
Cuando conseguí dominar ambas abarcas y perfeccioné la técnica sobre adoquines, mi padre me llevó a la playa cada día durante un mes. El objetivo era dar mis siguientes pasos sobre la arena. Una vez dominé este nuevo y especial terreno, fue el momento de iniciarme en el ritual más antiguo e importante para un menorquín de pro, una liturgia que ha pasado de padres a hijos durante años. Consiste en mojar las abarcas en el mar sin descalzarse, y después secarlas al sol con ellas puestas. La abarca se amolda perfectamente al pie y el cuero empalidece. Esta técnica ancestral debe repetirse un par de veces. Es entonces, cuando el menorquín hace de sus abarcas un valioso objeto personal e intransferible. Yo llevé a cabo cada uno de los pasos con inusitada delicadeza y atención, haciendo de mis abarcas algo único y precioso.
Pasaron los años, crecí y conmigo las abarcas, bien cogidas a mis pies, gastaditas pero indestructibles. Descubrí con ellas el mercado de Mahón, ahora tan cambiado, la calle Nueva, mi adorada Isla de Rey, el puerto de día y el puerto de noche, el teatro Principal, el cine Victoria, las puesta de sol desde Ciudadela. Salté con ellas bajo los caballos en cada una de las fiestas, nos emborrachamos bebiendo pomada y alguna vez me desmayé dejándolas por delante mientras alguien me cogía de los tobillos para llevarme a dormir la mona. Bailé con ellas por primera vez en el Golfo Pérsico. Nos caímos de la moto un par de veces volviendo de Pachá, y en una de las caídas a punto estuve de perder la abarca izquierda.
A los trece años, a punto e cumplir catorce, me marché tres años a un internado en Madrid. Por supuesto que fui calzando mis abarcas, pero todo empezó a cambiar. En el cole debía llevar uniforme así que por primera vez abandoné mis abarcas y me puse unos zapatos azul marino con cordones. Los primeros día mis pies chillaban sintiéndose aprisionados. Mis abarcas lloraban dentro del armario y yo, confundida, intentaba asimilar todo lo nuevo que iba descubriendo. Poco a poco me fui adaptando al nuevo calzado, abandoné mi acento menorquín y lo sustituí por uno más castizo. Con todo ello, también abandoné mi piel permanentemente bronceada y la preciosa ingenuidad que traje de las islas junto a mis abarcas.
Tres años después aterricé en Barcelona. En mi maleta traía las abarcas, pero ya eran un objeto olvidado que transportaba de un lugar a otro por pura inercia. Tras los años de internado y uniforme, vino la liberación. Descubrí calzados nuevos que expresaban cosas, y comencé a experimentar. Me pinté las uñas de azul eléctrico y los labios del mismo azul con purpurina. En los párpados una sombra verde marciano muy alejada del verde abarca. Había nacido una nueva María, menos María que nunca, o más liberada y auténtica, no lo sé. Pero creo recordar que bajo tanto disfraz, mi piel estaba forrada de toneladas de inseguridad.
Un día de Junio, borracha, deprimida, perdida, abrí mi armario y ahí estaban, viejitas pero preciosas, mis queridas abarcas. Me desnudé y me las puse. Me metí en la cama con ellas. Al día siguiente me encontraba mejor, más centrada y optimista. Me senté en la cama varios minutos antes de ponerme en marcha y observé con amor profundo las abarcas que calzaba. Entendí que lo que uno fue una vez, te acompaña para siempre.
Ya nunca más he abandonado mis raíces, mi identidad, mis abarcas. Alguna vez les soy infiel con una chanclas havaianas negras, , pero ellas no me lo tienen en cuenta porque saben que somos un todo indisoluble. No olvidaré de donde vengo, porque no puedo renunciar a lo que fui. Lo único que puedo cambiar es lo que seré.

6 comentarios:

  1. Deja las chanclas y olvida el alcohol. Veràs como las islas cobran su luminosidad. Es sôlo un consejo.

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  2. Yo -curiosamente- nací descalzo y quizás es por eso que no acabo de encontrar mi identidad ni de encajar en ningún tipo de calzado. Este verano me compraré unas abarcas, a ver cómo me sientan. Y si no se adaptan a mis pies, pasaré por ses illes a ver si con agua de mar se me amoldan. Lo de encontrar mi identidad será más difícil.

    Saludos lelos!

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  3. Q bonita historia! Yo nací con zapatillas deportivas, y con ellas sigo :)

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  4. Yo también siempre voy descalza, y mis cicatrices y heridas me ha costado, como a ti con tus abarcas caminar con ellos. Solo que de la piel de uno, como las abarcas, son ya tu segunda piel, es difîcil desprenderse, por mucho camino andado. El que andaremos, està por caminar...

    Un beso

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  5. Hola María. Soy Marta. Me encanta tu blog. En especial este post, es precioso, muy poético. A mí me ocurre algo parecido con una manta gris que tengo desde que soy pequeña. Es muy fea, tiene agujeros y la arrastro de casa en casa (y de país en país). Pero es mi manta, y con ella me siento bien y cuando me cubre soy feliz. Te seguiré leyendo. Besos

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