It's Only Rock 'n Roll (But I Like It)



Voodoo Lounge Tour, 1995. Los Rolling Stones estaban en plena gira Europea, pero en España sólo actuaban en El Molinón, Gijón. La entradas estaban agotadísimas así que mi última oportunidad para verlos era irme a Monpellier.
Ninguno de mis amigos de entonces quiso seguir mi fanatismo por los Stones hasta Francia, así que me cité con mi soledad y sola me fui.
El plan era coger un autobús que había fletado la misma organización del concierto en El Corte Inglés de María Cristina a las seis de la tarde. El autobús te llevaba hasta el mismo recinto del concierto en Montpellier y, tras el espectáculo, te traía de vuelta a Barcelona sobre las cinco de la madrugada.
Le dije a mi madre que dormía en casa de una amiga y me fui hacia mi mentira, más feliz que unas castañuelas.
Llegué al Corte Inglés media hora antes “porsiaca”. Aquello estaba lleno de gente. Por un lado, grupos de jóvenes sentados en el suelo haciendo corrillo y practicando un improvisado botellón, por otro, viejos roqueros que nunca mueren con arrugas y colgajos hasta en los tatuajes.
Nuestro vehículo apareció puntual, pero para entonces la gente ya estaba en fase de desinhibición. Subí de las primeras y me admiró el estoicismo con el que el conductor aceptaba los comentarios poco ingeniosos de la tropa que iba subiendo tras de mi. Se cerraron las puertas y entonces un sudor frío me recorrió el cuerpo y la boca se me secó. Me iba a pasar cuatro horas encerrada en una lata con ruedas, rodeada de gente desconocida y por momentos menos humana. “¡Dios mío!, no había sido buena idea”. De repente deseé salir y pasarme lo que quedaba de tarde en la sección de Cd’s del Corte Inglés. Demasiado tarde, el autobús ya había arrancado. No tenía suficiente personalidad como para montar un numerito así que me volví a sentar, apoyé la cabeza en la ventana y el frío del cristal me aportó cierto alivio. Mi vecina me ofreció una calada de porro. “No gracias”. El porro sólo podía empeorar las cosas. La tipa se cambió de asiento.
Me acordé del “no gracias” de la semana anterior cuando el chico que me gustaba me ofreció una raya de coca perfectamente alineada junto a otras cuatro sobre una carpeta negra. Mi negativa salió como un suspiro nervioso y volé toda la coca. Me escurrí en el asiento al recordar la cara de flipado de mi nunca novio, mi nunca rollo, mi nunca nada. Debía plantearme seriamente decir alguna vez que “si” a las drogas.
Cuando ya habíamos cogido la autopista, el autobús se empezó a desmadrar. Botellas de alcohol volaban de un asiento a otro y rayas de coca iban desapareciendo por las narices de quienes la esnifaban. Yo y mi prudencia nos cerramos en banda ante tanto exceso. No podía permitirme ni un poquito de desfase ¿cómo encajarían mi madre y mi padrastro recoger “mi cajita” en Montpellier?.
Llegamos al concierto con retraso, el chófer debió respirar demasiado humo de marihuana porque se había pasado la salida dos veces. Yo estaba indignada, llegábamos media hora tarde, el resto ni se enteró.
Una vez en tierra firme, besé el suelo y vomité (no se si por ese orden). Corrí a comprarme una camiseta de la gira, " ahora deben estar tocando los teloneros… The Black Crowes creo…”.
Mientras elegía la camiseta empecé a tararear “Blowing in the Wind”. De repente miré al vendedor y, con la respiración contenida, le pregunté si el que tocaba era Bob Dylan. Me dijo que si, que era el telonero sorpresa. Le tiré la camiseta en la cara y corrí como una posesa hacia el recinto descubierto que albergaba a miles de personas y entre ellas yo, yo sola frente a Bob Dylan. Fue un momento inesperado y maravilloso. Más tarde, aparecieron Sus Satánicas Majestades e hicieron lo que se esperaba de ellos, un conciertazo. Para más INRI, Bob Dylan salió de nuevo al escenario para cantar junto a ellos “Like a Rolling Stones”.
Yo era una fan entregada cantando todas las canciones, rindiéndome a la energía de un cincuentón Mick Jagger y aplaudiendo cada arruga de Keith Richards. Y aunque estaba sola, sin poder compartir con nadie ese momento glorioso, histórico, me daba igual.
Horas después andaría por una Barcelona vacía a las seis de la madrugada, acompañada de la chica que me ofreció el porro y que también había ido sola. Nos brillaban los ojos, habíamos compartido mucho y no nos costó nada separar nuestros caminos en la esquina de Calvet con Diagonal. Antes de perderla de vista le grité:

”Dirán que lo soñé, pero que más da si ha sido como un sueño…”.
Ella me sonrió y me preguntó por mi nombre. La miré fijamente intentando memorizar su cara y se me escapó un “¿para?”. Y efectivamente, nunca más nos volvimos a ver.

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